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Australia esta muy lejos, a casi dos días de viaje en avión, con escalas infernales de ocho o diez horas. Necesitamos tres vuelos consecutivos para alejarnos 16.000 kilómetros y aterrizar sobre la inmensa isla-continente: un lugar único y gigantesco, un imán para los naturalistas, los viajeros y los aventureros.

En realidad se trata de un viaje agotador -nada más- que poco tiene que ver con los míticos viajes en barco que hasta hace medio siglo, o poco más, constituían la manera más fácil y segura para llegar al mismo destino tras varias semanas de singladura.

Pablo, Miguel y yo llegamos cansados y contentos a la esquinita de arriba a la derecha: Queensland. Ese Estado es el lugar más selvático del continente. Allí se preserva la mejor selva tropical australiana, regada por las lluvias tropicales que transportan los vientos que acarician el océano Pacifico y agitan las olas que se mecen sobre la Gran Barrera de Coral. Con nuestros propios ojos vimos como las montañas emergen del mar y se elevan hasta tocar las nubes. Esa circunstancia climatológica y geográfica perdura desde hace más de ciento treinta millones de años, la misma edad que tienen las selvas que nos están esperando.

Si algo me llama la atención es el orden, la limpieza, la pulcritud de Cairns y sus arrabales. Es un ciudad impoluta, ajardinada y solitaria que se extiende hasta difuminarse poco a poco con el campo. Todo resulta higiénicamente agradable y moderno y, para nuestra sorpresa, una parte importante de las grabaciones de vida salvaje las hacemos en la propia ciudad: en un parque cerca del paseo marítimo habita una gran colonia de zorros voladores que arrojan sus deyecciones sobre los paseantes despistados: los loros arco iris comen entre gritos en el propio paseo marítimo; los estorninos metálicos tienen una ruidosa colonia al lado de una gasolinera; en el parque cercano anidan los pavos de monto y los alcaravanes…

Basta con alejarse un poco, hasta las praderas destinadas al ganado o los campos de golf, para avistar grandes grupos de walabies. En algunas de estas propiedades los turistas y curiosos son tan numerosos y atosigantes que no son (no somos) bienvenidos.

Si es cierto que la naturaleza penetra sin grandes complejos dentro de las entrañas de la ciudad, la civilización se ha extendido de forma brutal allí donde vamos. Solo quedan algunos reductos amplios donde nos podemos hacer una idea cabal de como fueron estas selvas primitivas: el Parque Nacional de Daintree, situado cien kilómetros al norte es el mejor ejemplo. Sin embargo el resto del territorio por el que transitamos es muy distinto: gigantescas plantaciones de caña de azúcar han sustituido a la selva y, en las zonas más elevadas, se extienden llanuras alomadas tapizadas por hierba siempre verde en lo que hace unas décadas eran bosques impenetrables. Esos  cambios brutales que aniquilaron casi toda la selva han tenido lugar en los últimos ciento cincuenta años.

En algunos restaurantes pude ver viejas fotos de leñadores andrajosos escoltando árboles derribados de dimensiones descomunales, apilamientos infinitos de troncos, chabolas de familias que malvivían talando la selva…

Sin embargo la sensación que vivo es muy extraña: cada pocos kilómetros hay un pequeño retazo de selva, un diminuto santuario que alberga un ficus gigante, un par de árboles monumentales, una cascada o un lago… son Microparques Nacionales donde se agolpa la naturaleza salvaje rodeada de prados donde pastan un puñado de vacas aburridas.

Es en estos retazos selváticos donde grabamos, con cierta fortuna, aves del paraíso, casuarios, canguros arborícolas o pergoleros dorados… Por supuesto es todo muy civilizado, siempre transitamos por carreteras bien asfaltadas, señalizadas con “atención casuarios””atención canguros” “atención equidnas”,  hay baños a la entrada de cada parking, zonas ajardinadas y mesas para comer. Es una naturaleza salvaje extrañamente cómoda y civilizada.